Mi título profesional exacto es Profesor de Estado en Historia y Geografía. Con él, he llegado a ser funcionario de la UNESCO (hoy), coordinador de la Red Latinoamericana de Información y Documentación en Educación (REDUC, en los noventas), investigador del Centro de Investigaciones y Desarrollo de la Educación (CIDE en los ochentas), Subdirector de Programación del Sector Educación de la Secretaría de Programación y Presupuesto del Gobierno Federal en México a mediados y fines de los setentas y además ejercí la docencia en el Liceo Juan Antonio Rios, el colegio San Juan Bautista, en educación de adultos en el Instituto Laboral del Ministerio del Trabajo y PRESCLA de la U.C. a principios de los setentas.
El destino me sacó de las aulas: cuando llegué a México no pude seguir ejerciendo, porque no era mexicano. Sin embargo, la generosa solidaridad mexicana me llevó a laborar en Planificación Educativa en la Secretaría (Ministerio) de Educación.
Tengo que confesar que no fui el más brillante de los alumnos de mi generación en la Escuela de Historia de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile. Al lado de intelectuales como nuestro entrañable Lucho Moulian, Fabio Rodriguez, Franz Voltaire, Patricio Quiroga, Juan Guillermo Muñoz, por nombrar algunos, yo era "del montón".
En la Escuela de Historia se nos formaba igual que los futuros licenciados en historia, con los mejores historiadores de Chile. Fui alumno de Villalobos, de Ramirez Necochea, de Héctor Herrera, de Gabriel Salazar y de Genaro Godoy. Gente de izquierda, de centro y de derecha. También teníamos clases de geografía codo a codo y con iguales exigencias que los futuros geógrafos. En Filosofía se nos había formado seriamente, al igual que en psicología. Sólo en el 4to. año comenzábamos a asistir al Instituto Pedagógico. Los dos últimos años abordábamos los temas de pedagogía, filosofía de la educación, metodologías, didácticas, evaluación, estadísticas educativas, y electivos como audiovisuales, didácticas especiales, dominio de voz, etc. Después se exigía un seminario de tesis, una práctica supervisada y solo entonces podíamos recibir el título: Profesor de Estado con mención en alguna especialidad.
En suma: nos formaban especialistas, expertos. Aún cuando nosotros no fuésemos a ejercer como especialistas o expertos. La fomación recibida nos permitía seguir aprendiendo sobre historia o sobre geografía, a lo largo de los 30 años que duraría la carrera.
El título de Profesor de Estado dejó de existir cuando las autoridades educativas del régimen militar terminaron con el Instituto Pedagógico y la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile. Nuestra "alma mater" murió en silencio. No podía ser de otro modo en una dictadura militar. Las autoridades de la época señalaron que la docencia sería asunto de institutos profesionales, y no de universidades.
El retorno de la democracia de los acuerdos y de "lo posible", no volvió a instaurar la facultad ni el Instituto. Se logró reponer el carácter universitario de la carrera, pero no la formación de Profesores de Estado, un anacronismo para la sociedad de mercado. Además, existía ya una Universidad Pedagógica, la UMCE, y no era posible la vuelta atrás. Ahora, el 2009, cuando el Instituto Pedagógico hubiese cumplido 120 años, el artículo 46 de la Ley General de Educación completa el desmantelamiento.
Me enorgullezco y me enorgulleceré siempre de ser Profesor de Estado. De formar parte de las generaciones de profes/humanistas que hicieron florecer, desde el Liceo, la breve primavera democrática, libertaria y laica que vivió el país entre 1938 y 1973. De aquéllos hombres y mujeres que formaron -desde 1889 en adelante- a la clase media chilena, a sus médicos, a sus abogados y abogadas, a sus ingenieros y todos los/las demás profesionales que hicieron grande al Chile democrático. Ese Chile no se dio por casualidad. Fue plasmándose generación tras generación en las manos de los profesores y profesoras en los Liceos.
Ahora, las fuerzas pro-mercado que postularon el lucro en la educación subvencionada chilena, están creando una de las condiciones esenciales para lucrar: una base amplia de mano de obra no calificada, des-profesionalizada. Competencia, fragmentación en cientos de instituciones, un Estado sin "ideología", al servicio del mercado. No hay epopeya, no hay grandes narrativas ni aspiraciones. Para las minorías, los sentidos los aportan el Opus Dei y los Legionarios. Para las mayorías, la necesidad de trascendencia se alivia con el carrete, la tele o el fútbol.
Antes de 1973, en cada diciembre los muchachos y muchachas más pudientes en los colegios privados temblaban al escuchar los pasos de los examinadores provenientes del Instituto y del Liceo: esos hombres y mujeres severos, seguros de su saber y orgullosos de ser los testimonios vivientes de la existencia de un Estado que -por sobre la riqueza y las relaciones-, por encima de las oligarquías, garantizaba un sentido de igualdad, libertad y fraternidad para todos los chilenos. Y por si eso fuera poco, también garantizaban que la enseñanza impartida en los colegios privados tuviese -al menos- la misma calidad con que se entregaba en los Liceos.
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